Scott caminó hacia la muerte en la Antártida hace un siglo mientras su esposa tenía una aventura amorosa con el explorador que había prestado el barco a Amundsen
Si la carrera del Polo Sur es recordada en la prensa se debe más el hombre que la perdió, el británico Robert Falcon Scott, un capitán de fragata desorganizado e imprevisor, que al ganador, el noruego Roald Amundsen, autor de un lacónico telegrama enviado desde la isla de Tasmania: “Polo conquistado. Catorce-diecisiete diciembre 1911. Todo bien”. Esta semana se ha cumplido un siglo de aquella hazaña, lograda por ambos exploradores con un mes de diferencia, aunque fue el triunfo de Amundsen lo que movió al ‘New York Times’ a proclamar: “Ahora, el mundo entero está descubierto”. A pesar de ello, las celebraciones quedaron empañadas desde el primer momento por el aura romántica que envolvió al derrotado, quien murió con el contramaestre Edgar Evans, el capitán Lawrence Oates, el marino Henry Bowers y el zoólogo y dibujante Edward Adrian Wilson.
Scott fracasó por sus errores, pero la leyenda se fraguó en su diario, recuperado más tarde y cuya última anotación está fechada el 29 de marzo de 1912. Es una tragedia a cámara lenta que llega al último acto cuando los protagonistas descubren las huellas de Amundsen en la nieve y más tarde divisan la bandera del rival. En el camino de regreso, Oates acelera su muerte al abandonar la tienda en la que se guarecía con los demás. “Salgo afuera. Quizá por un buen rato”, dice, agotado y carcomido por la gangrena. Antes que él había fallecido Evans con síntomas de escorbuto.
Los tres cadáveres restantes fueron hallados el 12 de noviembre de 1912 por doce compañeros que salieron en su busca desde la base de Punta Cabaña con perros y mulas. La agonía se había producido a escasos kilómetros de un puesto de víveres. “Cuando al fin reuní el suficiente coraje -relató el suboficial Williamson- presencié algo de lo más espantoso, aquellos sacos de dormir con cuerpos congelados dentro; en el del medio reconocí al capitán Scott (...) Los otros dos cuerpos no los vi, ni quería ver a aquellos pobres hombres”.
Se recogieron los relojes y los documentos de los fallecidos, entre ellos el diario de Scott y las cartas emocionadas que el capitán escribió antes de morir. También apareció una misiva que Amundsen había dejado a los británicos para que la entregaran al rey de Noruega. El escritor Roland Huntford, autor de ‘El último lugar de la tierra’, introduce otro ingrediente en aquella triste historia: cuando Scott viajó al Polo Sur, ignoraba que su esposa, Kathleen, tenía un “devaneo” amoroso con el explorador noruego Fridtjof Nansen. Era el hombre que había prestado a Amundsen el barco para navegar a la Antártida, si bien éste ocultó el objetivo de su expedición hasta el último momento. En cuanto Kathleen supo que su marido había sido derrotado en la carrera, y a la espera de noticias sobre su paradero, cortó la relación.
Casi un año más tarde, Scott, Bowers y Wilson fueron enterrados donde estaban, metidos en los sacos, con la tienda plegada sobre ellos, bajo un túmulo de hielo rematado por una cruz hecha con dos esquís. Scott tenía sus notas encima y una mano colocada sobre el pecho de Wilson, en un gesto aparente de amistad. El médico Edward Atkinson improvisó unas palabras y recitó una oración a modo de funeral. “Fue un acto solemne -recordó un testigo-. Emocionaba ver a once hombres curtidos derechos, con la cabeza descubierta y cantando. Al sur, el sol brillaba entre amenazantes nubes de tormenta, y la gran llanura exhibía colores de ensueño. Se levantó cinarra (ventisca), y al acabar el himno, un manto blando y blanco cubría a los muertos”.
Varias semanas después, antes de regresar a Europa, los supervivientes de la aventura de Scott levantaron otra cruz en Punta Cabaña y escogieron como epitafio un verso del poema ‘Ulysses’, de Tennyson: ‘Luchar, buscar, encontrar, nunca rendirse”.
Scott fracasó por sus errores, pero la leyenda se fraguó en su diario, recuperado más tarde y cuya última anotación está fechada el 29 de marzo de 1912. Es una tragedia a cámara lenta que llega al último acto cuando los protagonistas descubren las huellas de Amundsen en la nieve y más tarde divisan la bandera del rival. En el camino de regreso, Oates acelera su muerte al abandonar la tienda en la que se guarecía con los demás. “Salgo afuera. Quizá por un buen rato”, dice, agotado y carcomido por la gangrena. Antes que él había fallecido Evans con síntomas de escorbuto.
Los tres cadáveres restantes fueron hallados el 12 de noviembre de 1912 por doce compañeros que salieron en su busca desde la base de Punta Cabaña con perros y mulas. La agonía se había producido a escasos kilómetros de un puesto de víveres. “Cuando al fin reuní el suficiente coraje -relató el suboficial Williamson- presencié algo de lo más espantoso, aquellos sacos de dormir con cuerpos congelados dentro; en el del medio reconocí al capitán Scott (...) Los otros dos cuerpos no los vi, ni quería ver a aquellos pobres hombres”.
Se recogieron los relojes y los documentos de los fallecidos, entre ellos el diario de Scott y las cartas emocionadas que el capitán escribió antes de morir. También apareció una misiva que Amundsen había dejado a los británicos para que la entregaran al rey de Noruega. El escritor Roland Huntford, autor de ‘El último lugar de la tierra’, introduce otro ingrediente en aquella triste historia: cuando Scott viajó al Polo Sur, ignoraba que su esposa, Kathleen, tenía un “devaneo” amoroso con el explorador noruego Fridtjof Nansen. Era el hombre que había prestado a Amundsen el barco para navegar a la Antártida, si bien éste ocultó el objetivo de su expedición hasta el último momento. En cuanto Kathleen supo que su marido había sido derrotado en la carrera, y a la espera de noticias sobre su paradero, cortó la relación.
Casi un año más tarde, Scott, Bowers y Wilson fueron enterrados donde estaban, metidos en los sacos, con la tienda plegada sobre ellos, bajo un túmulo de hielo rematado por una cruz hecha con dos esquís. Scott tenía sus notas encima y una mano colocada sobre el pecho de Wilson, en un gesto aparente de amistad. El médico Edward Atkinson improvisó unas palabras y recitó una oración a modo de funeral. “Fue un acto solemne -recordó un testigo-. Emocionaba ver a once hombres curtidos derechos, con la cabeza descubierta y cantando. Al sur, el sol brillaba entre amenazantes nubes de tormenta, y la gran llanura exhibía colores de ensueño. Se levantó cinarra (ventisca), y al acabar el himno, un manto blando y blanco cubría a los muertos”.
Varias semanas después, antes de regresar a Europa, los supervivientes de la aventura de Scott levantaron otra cruz en Punta Cabaña y escogieron como epitafio un verso del poema ‘Ulysses’, de Tennyson: ‘Luchar, buscar, encontrar, nunca rendirse”.
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