Una proyección del Economist afirma que, para el año 2100, las maquinillas de afeitar ya tendrán catorce hojas
Una proyección del Economist afirma que, para el año 2100, las maquinillas de afeitar ya tendrán catorce hojas. Es posible que al hablar de maquinillas el Economist se equivoque tanto como suele –o solía- equivocarse al hablar de España, pero asusta pensar lo complicada que ha de ser la vida en 2100: si el afeitado se vuelve tan difícil, cómo serán las cosas difíciles de verdad, qué se yo, el corazón humano, el Tribunal de Cuentas, etc.
El espíritu de superación de la casa Gillette –algo admirable- hace tiempo que nos dejó descolgados a muchos: de momento, creo que ahora las maquinillas tienen cinco hojas y actúan mediante intermitencias eléctricas, cosa que me resulta hondamente fascinante y como recién llegada del siglo veintidós, pero no tan fascinante como para comprarla. Ni siquiera para acercarme mucho a ella: cada vez que lo he intentado, me he visto obligado a retraerme, entre la complejidad de la maquinilla en sí y la dependienta con ganas de decir que a ella le dan muy buen resultado en las axilas.
Conforme al espíritu de los tiempos, también puede verse que los productos de la empresa Gillette van degenerando hacia un estilismo muy ‘tunero’, lo cual es una lástima cuando hay maquinillas –vi una en Azul- con el mango de whangee, que es un tipo de bambú con el que también se confeccionan otros complementos inactuales: paraguas –magníficos-, bastones o boquillas de cigarrillos de aspecto perverso. De vuelta a las maquinillas, las navajas tradicionales –las llamadas cortagargantas en inglés- son un placer excepcional, si uno logra aprender a no matarse con ellas: cada año son cientos de anglófilos los que terminan en urgencias por imitar en casa el afeitado al estilo de la augusta casa Trumper’s. En cuanto a las maquinillas eléctricas, son la abominación de la desolación.
Salvo que a uno le pase algo horrible en la cara, afeitarse es una actividad de lo más grato: la vida no suele ofrecer tantas ocasiones para que una operación delicada se resuelva en sólo cinco minutos con toda felicidad y perfección, aportando cambios de inmediata visibilidad. Uno deja de parecer un delincuente y se empieza a parecer a San Luis Gonzaga. Como conducir, afeitarse da la ilusión de estar haciendo algo práctico, tangible y absolutamente real, otro dato de agradecer si el trabajo de uno atiende ante todo a entidades vagarosas. Siempre puede alegarse que el afeitado es también una actividad, digamos, poco jansenista: nos obliga a mirarnos cinco minutos al espejo, lo cual tiene su lectura moral negativa tanto si a uno le gusta como no le gusta lo que ve.
De vuelta a las materialidades, cabe imaginar que la mayoría de los hombres están desertando de las brochas. Es una pena, claro, como es una pena desertar de todo aquello que Belloc llamaba “el mobiliario de la vida”: al fin y al cabo, las brochas eran la única manera que teníamos los hombres no ya de sacar partido, sino de tener relación con el tejón. Exigen un cuidado y –a cambio- nos acompañan décadas: uno no puede abandonar una brocha que le funciona bien, parecería una iniquidad. En Francia, cuando frecuentaba ese país, había muchas –infinitas- brochas de Plisson, de acuerdo con una nación gratamente obsesionada por la droguería y la parafarmacia en general, y una vez uno vio algo así como una edición del centenario de Plisson: una brocha que podría haber afeitado los bigotes de un tigre de Bengala, voluminosa, sensacional, extraída pelo a pelo –imagino- del último tejón plateado de los bosques de China, y con base, como mínimo, de piedra bezoar. Sin embargo –y aun siendo consciente de que hay coleccionistas de brochas, como hay coleccionistas de chascos-, costaba mucho desasirse de la vieja brocha que nos ha afeitado durante tantos años sin un mal gesto, y de la que sabemos todas sus reacciones, simplemente porque había otra brocha más joven y más guapa. Todavía lo lamento, por el intenso atractivo que desde siempre ejercen sobre uno las pieles -o las cerdas- de animales en peligro de extinción.
Sin duda, hoy no puede hablarse del afeitado sin tratar sobre cosmética masculina: ahora la usa todo el mundo, y antes no la usaba nadie, cuando era muchísimo mejor. Razón esta de sobra para callar sobre el mencionado punto, no sin dejar constancia de una pena: el hecho de que los hombres ya no sigan la estética de los primeros ministros y el almirantado, sino la de cantantes de rumba y esos conductores de fórmula uno tan intemperantes. ¡Dichosos años aquellos en que Eden o Kennedy ponían o quitaban el sombrero a media humanidad!
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