El calor se hace insoportable bajo el edredón. El pijama se adhiere a mi cuerpo empapado en un sudor que contrasta con la sequedad de mi boca. Sueño pesada y recurrentemente con una única imagen y en mi insistencia albergo el deseo de que ésta cambie. Pero no cambia. Me despierto y pienso: “es sólo una carrera”. No lo es. No puedo engañarme. Son muchos años enganchado a este deporte. Tiempo suficiente como para saber lo que significa Zenyatta y lo que hubiera supuesto su vigésimo triunfo.
Bastaba verla entrar en el ensilladero de Churchill Downs antes de la carrera. Escuchar los gritos de la multitud. Su nombre coreado por gente enfervorecida. Sus responsables pidiendo calma ante tamaña demostración de entusiasmo e ilusión colectivos.
Bastaba con ver sus andares. Su particular manera de moverse, como si fuera consciente de todo lo que se cuece a su alrededor y quisiera corresponder al cariño igual que un bebé responde a las carantoñas de los mayores.
Zenyatta es así. Es una estrella en el país del star-system. No sólo es una ganadora sino que otorga a sus victorias el punto de espectáculo que enamora y apasiona. Ese galope remolón en los inicios, preludio de una apoteosis hitchcockiana. Esa manera de demostrar que no sólo sabe cómo ganar sino también cómo convertir sus triunfos en recuerdos inolvidables. Esa es Zenyatta. Símbolo de un género. La imagen más importante de este deporte en más de un cuarto de siglo.
Un auténtico fenómeno de multitudes capaz de obrar en menos de dos minutos lo que las instituciones del turf no lograrían en cien años. Esas instituciones que, por ejemplo, la habían ignorado repetidamente en la elección del caballo del año, incapaces en su frialdad de percibir lo que hasta el más estulto de los aficionados habría reconocido hace mucho tiempo.
Por eso su derrota no puede ser “sólo una carrera”. Era la carrera. Era el momento en que el mundo entero concentraba sus miradas en nuestro deporte. El momento en que el turf podía recuperar su magia y prender con ella el corazón de quienes sólo tienen ojos para el fútbol (ya sea europeo o americano). Y Zenyatta, como no podía ser menos, puso todo cuanto estaba en sus patas para hacer del momento algo histórico, inolvidable. Salió incluso peor de lo que acostumbra. Cedió tantos cuerpos en el recorrido como Chistera, el Corcel Negro o esos otros caballos que la ficción cinematográfica nos trajo cuando éramos niños. A mitad de carrera su victoria parecía imposible. Esas cosas sólo ocurren en las pelis. Pero cuando Zenyatta afrontó la recta metida ya en el grupo todos los aficionados nos decíamos: “lo va a hacer, es una película hecha realidad”. Se abrió y vino con la fuerza y desesperación que le insuflaban las decenas de miles de almas que poblaban las tribunas de Churchill Downs y otros varios cientos de miles desde los puntos más dispares del planeta. Le faltó una nariz. Una puñetera nariz privó al mundo de un triunfo de leyenda.
Pero lo que definió el significado de Zenyatta para el turf fue su regreso a tribunas. Se hizo el silencio. Las mismas almas que habían gritado hermanadas antes de la carrera, callaban ahora en un silencio sobrecogedor. El mundo enmudeció con la derrota de Zenyatta
Bastaba verla entrar en el ensilladero de Churchill Downs antes de la carrera. Escuchar los gritos de la multitud. Su nombre coreado por gente enfervorecida. Sus responsables pidiendo calma ante tamaña demostración de entusiasmo e ilusión colectivos.
Bastaba con ver sus andares. Su particular manera de moverse, como si fuera consciente de todo lo que se cuece a su alrededor y quisiera corresponder al cariño igual que un bebé responde a las carantoñas de los mayores.
Zenyatta es así. Es una estrella en el país del star-system. No sólo es una ganadora sino que otorga a sus victorias el punto de espectáculo que enamora y apasiona. Ese galope remolón en los inicios, preludio de una apoteosis hitchcockiana. Esa manera de demostrar que no sólo sabe cómo ganar sino también cómo convertir sus triunfos en recuerdos inolvidables. Esa es Zenyatta. Símbolo de un género. La imagen más importante de este deporte en más de un cuarto de siglo.
Un auténtico fenómeno de multitudes capaz de obrar en menos de dos minutos lo que las instituciones del turf no lograrían en cien años. Esas instituciones que, por ejemplo, la habían ignorado repetidamente en la elección del caballo del año, incapaces en su frialdad de percibir lo que hasta el más estulto de los aficionados habría reconocido hace mucho tiempo.
Por eso su derrota no puede ser “sólo una carrera”. Era la carrera. Era el momento en que el mundo entero concentraba sus miradas en nuestro deporte. El momento en que el turf podía recuperar su magia y prender con ella el corazón de quienes sólo tienen ojos para el fútbol (ya sea europeo o americano). Y Zenyatta, como no podía ser menos, puso todo cuanto estaba en sus patas para hacer del momento algo histórico, inolvidable. Salió incluso peor de lo que acostumbra. Cedió tantos cuerpos en el recorrido como Chistera, el Corcel Negro o esos otros caballos que la ficción cinematográfica nos trajo cuando éramos niños. A mitad de carrera su victoria parecía imposible. Esas cosas sólo ocurren en las pelis. Pero cuando Zenyatta afrontó la recta metida ya en el grupo todos los aficionados nos decíamos: “lo va a hacer, es una película hecha realidad”. Se abrió y vino con la fuerza y desesperación que le insuflaban las decenas de miles de almas que poblaban las tribunas de Churchill Downs y otros varios cientos de miles desde los puntos más dispares del planeta. Le faltó una nariz. Una puñetera nariz privó al mundo de un triunfo de leyenda.
Pero lo que definió el significado de Zenyatta para el turf fue su regreso a tribunas. Se hizo el silencio. Las mismas almas que habían gritado hermanadas antes de la carrera, callaban ahora en un silencio sobrecogedor. El mundo enmudeció con la derrota de Zenyatta
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