Para alguien de Bilbao hay tres cosas sagradas. El Athletic, la cuadrilla y la amatxu de Begoña. Incluidos quienes aborrecen el fútbol o son ateos. En cuanto a idiomas, puede entenderse, de una acera a otra, con pocas y reducidas palabras. Arrancará con un ¿Qué? y le responderán con un ¡Bueno! Siempre es el primero en llegar y el último en marchar. Sea en el trabajo o en una fiesta. Para alguien de Bilbao, lo importante, más que la firma, es la palabra. Garabatear es fácil. Mantener promesas o acuerdos es lo difícil. Una advertencia: no le digan «a que no hay huevos para…». Dirá que sí, y pensara después. Y luego está lo gastronómico.
Elegirá siempre barra, antes que mesa. Se trata de potear, no de montar asentamientos. Siendo de naturaleza nómada, conocerá los mejores sitios en cuestión de días. A veces, horas. Nunca pedirá un cubata o gin-tonic sin más. Que se prepare el camarero. Vaso ancho, a poder ser tipo sidra, con buen hielo, corteza, que no rodaja, y el justo alcohol. El asunto es beber, no cocerse como un guiri en un chiringuito. Si no lo ve claro, entrará en la barra y se lo servirá directamente. Tras escuchar que hay tinto de la casa, mirará con condescendencia y pedirá la carta de vinos. Elegirá una mesa grande. Que haya espacio para el picoteo previo al plato serio. Probará y comerá de todo, pero sabiendo que, siendo de Bilbao, siempre irá a peor. Perforará con su mirada a quien le intente cobrar por adelantado, o nada más ser servido, fiel a la máxima de «tú saca que ya pagaremos». De hecho, nunca pone problemas para pagar. Es de cartera rápida. Aunque se quede a dos velas lo que resta de mes. Para alguien de Bilbao, el dinero es superfluo. De ahí que se pierda en las cantidades pequeñas. Prefiere jugar al Euromillón antes que a la Primitiva. Un premio menor de 15 millones de euros no compensa.
Lleva paraguas caros y elegantes que siempre olvida o pierde. A veces lo sustituye por uno pequeño que saca, aunque haga sol, por si las nubes. En cuanto al aspecto, ella vestirá como si fuera a salir en el ¡Hola! y él, impecable y con muda limpia. No hay madre en la villa que no le diga al hijo aquello de «ponte los calzoncillos nuevos por si tienes un accidente». Si viaja, lo comparará todo con el botxo. La Estatua de la Libertad y el Empire State con el Sagrado Corazón y la Torre de Iberdrola. O la Muralla China y el Everest con San Juan de Gaztelugatxe y el Pagasarri. Si vive fuera, al llamar a casa preguntará, lo primero de todo, qué tiempo hace.
Hablemos ahora de sexo. La bilbaína, ante un acercamiento excesivo, no mira. Sospecha. Son demasiados años aguantando torpes en Pozas o el Kasko. De ahí que su rictus sea mitad a la defensiva, mitad expectante. El hombre por su parte, si es abordado sin más, también sospechará. Pero por falta de costumbre. Conozco bilbaínos que, ante una propuesta sexual, han salido por patas pensando que es un truco para dormirles y quitarles un riñón. Dicen que también es fácil descubrir a uno de Bilbao en un puticlub. Es el único que, si le preguntas qué hace allí, te dirá que está ligando. Ni ellos ni ellas se caracterizan por mostrar cariño públicamente. De ahí que un «te quiero» de alguien del botxo equivalga a cien «te quiero» foráneos. En cuanto a risas, sabe reírse con los demás y de sí mismo. Y para terminar, una advertencia. Alguien de Bilbao siempre evitará a la gente sacarina. Esa que es tan dulce como falsa. La que te invita a su casa, pero no te dice dónde está o te abraza mirando al tendido. Porque, si una bilbaína te invita a casa o un bilbaíno te abraza, lo hacen de corazón y para siempre. Las cosas como son. Ahí queda eso.
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